Page 19 - ROYALTY WITCHES 2
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respingona nariz y los ojos más bonitos que había visto jamás. Emma
solía agradecer que Logan necesitara anteojos, o gafas, como decía él,
porque hacían de escudo protector de esos preciosos zafiros. Logan se-
guía con ese enorme armatoste en su pierna derecha y un apósito en la
mejilla. Mientras apoyaba una mano en una muleta, hacía equilibrios
con la otra para cerrar la puerta sin soltar una bolsa con desperdicios.
Emma suspiró, abrió la puertecita, dio tres pasos largos y le arrebató la
bolsa con una mano al tiempo que le agarraba el hombro con la otra.
Sus ojos se cruzaron entonces y la cara de Logan se iluminó como el
cielo en la Noche de Brujas. Emma sintió que un témpano de hielo se
clavaba en su pecho.
—Cielo… —susurró él.
Emma trató de sonreír, pero solo logró que Logan frunciera el ceño.
Claro, porque nadie conocía a Emma como él.
—¿Qué ocurre?
Emma dejó la bolsa a un lado y llevó a Logan hacia el banco de
madera gris que tenían junto a la fachada, justo debajo de la gran ven-
tana del comedor. La madera crujió cuando se sentaron. Era un banco
muy viejo; su abuelo lo puso allí cuando compró la casa hacía más de
cuarenta años, pero se había negado a cambiarlo por uno nuevo. «Solo
necesita una mano de pintura, Amelia», solía decir a su mujer cada vez
que se quejaba. En el tiempo que hacía que Emma conocía a Logan
ese banco había sido negro, blanco, verde, marrón y, durante un in-
vierno entero, rosa chillón. Logan le contó que su abuela compró ese
color solo para molestar a su marido y obligó a Logan a madrugar un
día para pintarlo. Amelia esperaba que Glenn accediera a deshacerse
por fin del viejo banco por la vergüenza, pero el señor había sonreído
con aprobación diciendo que Logan tenía muy buena mano con el
pincel. Finalmente, Amelia había sido la que se había cansado del
color. Pero el banco seguía allí.
Logan dejó la muleta a un lado y se apresuró a recoger las manos de
Emma entre las suyas. Y Emma se concentró en el tacto. Lo conocía
tan bien. Logan tenía dos callos en la mano derecha, de su estúpida
caña de pescar. Y las puntas de sus dedos siempre estaban resecas por
la tiza con la que escribía en la pizarra y la voracidad del frío escocés.
Pero Emma amaba esas manos.
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